Invitació a llegir i a reflexionar (aquest text m'ha arribat per internet: espero que sigui publicable, doncs el contingut reflecteix molts temes que ens preocupen)
Vivir en la diversidad: a favor de una política de esperanza en Europa
Carta abierta a Europa de un grupo de ciudadanos preocupados
El cambio climático es una amenaza para todos, un peligro de consecuencias potencialmente devastadoras para nuestra supervivencia, y sin embargo el mundo lo sigue negando, esperando que suceda lo mejor. Corremos el riesgo de despertarnos demasiado tarde y encontrarnos con una tierra arrasada.
La patología de xenofobia, intolerancia y miedo a la diferencia que se está gestando silenciosamente es un problema de una magnitud similar. Si no se controla, contaminará el aire que respiramos todos los que vivimos en Europa, y no sólo los que están en el lado receptor. Pero el llamamiento a nuevas formas de convivencia en un mundo plural y cambiante queda amortiguado en el clima actual de recesión mundial, retraimiento nacional y choque cultural. ¿Vale la pena correr el riesgo de despertarnos en un mundo de barricadas, guerra continua y resentimiento? ¿En nombre de qué? ¿Para preservar qué? ¿Con qué finalidad?
Este riesgo se está extendiendo de forma rápida y profunda por Europa. Una vez más se está imponiendo una demagogia política agresiva, que fomenta el odio a las minorías, los valores democráticos, la igualdad de derechos y la sociedad cosmopolita. Estimulada por el desempleo y la desafección social, esta demagogia da alas a la desconfianza hacia todo aquello percibido como extranjero y al margen de la corriente dominante. Este cambio en Europa también se ve alimentado por las preocupaciones públicas sobre seguridad en un mundo inestable e incierto, avivado por los movimientos fundamentalistas y xenófobos, y cada vez más apoyado por las fuerzas políticas mayoritarias para apaciguar a las masas nacionales en estos tiempos tan imprevisibles. Podemos hablar de la “Berlusconización” de Europa, de un populismo pachanguero que combina un consumismo reconfortante, un sentimiento etno-nacionalista y un hedonismo superficial con acciones lamentables contra los inmigrantes, las minorías y las personas más vulnerables en general. En nombre de la contención del terrorismo global y las intrusiones no deseadas (desde la gripe a las crisis financieras y las religiones y culturas supuestamente incompatibles), se está consolidando una nueva cultura cotidiana. Se nutre de los inagotables discursos sobre solicitantes de asilo codiciosos, inmigrantes desleales y rebeldes, aspirantes a terroristas musulmanes, vuelta a los principios fundacionales y a los valores provincianos. Se representa a Europa como enferma, en estado de sitio, abrumada, aplastada por la diferencia y la diversidad, alejada de sus glorias pasadas, entregada a los bárbaros. Y, día tras día, nuevos seres humanos y no humanos se ven arrojados a este caldo: inconformistas, pacifistas, libertarios, manifestantes pasivos, sinvergüenzas, criminales y jóvenes desencantados, junto con virus, gérmenes, enfermedades, peligros y riesgos de distinto origen y composición.
Está surgiendo una nueva mentalidad de gestión de la catástrofe, centrada en la contención o eliminación de entes concretos mediante la vigilancia exhaustiva, los controles fronterizos, las jerarquías de derechos, los ejercicios preventivos, la vigilancia cotidiana, las acusaciones sin ton ni son.
Un momento crítico para Europa
La magnitud del cambio que se está propagando por toda Europa debe reconocerse con claridad. La herencia que tanto ha costado ganar de apertura, integración y compromiso con lo desconocido y lo inesperado está siendo sustituida por un enfoque catastrofista basado en la exclusión y la difamación de todo lo que amenaza las formas de vida tradicionales. Los dos enfoques del cambio están presentes en Europa: uno mira al futuro con valentía, curiosidad y deseo de evolucionar, y el otro con temor, miedo y preocupación por conservar.
El enfoque inclusivo se basa en el principio de ampliar el espectro de actores sociales en casa y fuera, normalmente mediante la negociación colectiva, la seguridad social, la capacitación y la educación de las personas, la cohesión y la integración social, el diálogo y el compromiso democrático. Consiste en traer lo de fuera, lo extranjero, hacia adentro. Distintos aspectos del modelo social europeo de la posguerra, el amplio legado humanista e ilustrado de Europa, el reconocimiento a finales del siglo XX de la igualdad de género, racial y sexual por parte de la UE y muchos estados miembros pueden considerarse herederos de esta tradición.
El enfoque catastrófico se basa en el principio de aplacar el peligro y el riesgo a través de elaborados preparativos de tipo militar que incluyen la planificación de desastres, advertencias apocalípticas, temor público, vigilancia salvaje, medidas represivas, restricción de las libertades civiles y opresión violenta de la oposición, la diferencia y lo extranjero. Lo externo debe mantenerse a raya, el enemigo debe ser identificado, lo primitivo debe ser domesticado, debe hacerse limpieza y deben tomarse medidas duras y punitivas en nombre de la integridad cultural y social, la seguridad colectiva y el bienestar.
Así es como Europa justificó los excesos imperiales y coloniales, sus diferencias con Oriente y el Islam, su división del mundo en razas superiores e inferiores y poblaciones convenientemente clasificadas por colores, la supresión brutal de los judíos, los gitanos, los disidentes, los inconformistas, los trabajadores y campesinos por parte de distintos regímenes totalitarios. Así es como las medidas de “emergencia” posteriores al 11/9, destinadas a los aspirantes a terroristas, los ciudadanos indignos y los parias sociales según criterios dudosos como la apariencia física, las creencias religiosas, las prácticas culturales, la raza y la etnia, el estatus social y económico, pueden relacionarse con un oscuro legado europeo de histeria colectiva basada en la demonización de tipos particulares de entidades fáciles de atacar.
Se trata de una política del odio que va dirigida a unos culpables equivocados, que aviva el resentimiento entre los perseguidos, que no va a la raíz sistémica de los riesgos y peligros identificados, que se alimenta del miedo y la ansiedad, y que acaba sublevando a las propias sociedades contra sí mismas. Las minorías y las mayorías se volverán en contra unas de otras y también entre ellas. Una vez agotada la lista de chivos expiatorios fácilmente identificables, esta política del odio no tardará en crear nuevas divisiones y desacuerdos para poder sostenerse. Esta política del miedo y el resentimiento que intenta exorcizar un mundo inevitablemente plural y poroso no tardará en dejar incapacitada a Europa, al perder los medios para comprometerse, mirar hacia adelante, cultivar una ética de la atención, la empatía o la curiosidad, al abandonar la capacidad de entrar en contacto con lo desconocido y lo incierto. Todo lo que queda es la certidumbre de un pasado que nunca volverá.
Enfrentarse conjuntamente al futuro
Europa es hoy el hogar de millones de personas de origen no europeo, con múltiples orientaciones religiosas y culturales, redes de afiliación que se extienden por todo el planeta. Europa ha pasado a ser multiétnica, multicultural y multiespacial. Es a la vez un lugar de añoranzas arraigadas en mitos de origen y tradición –regionales, nacionales y europeos– y un lugar de identidades y vínculos transnacionales y transeuropeos. Europa se está volviendo china, india, gitana, albanesa, francesa, italiana, cristiana, islámica, budista, Nueva Era, americana, consumista, ecológica, ascética, local y cosmopolita. Europa es un lugar de composición plural e híbrida, que bebe de diversas geografías de formación cultural. En una Europa como ésta no tiene sentido cerrar las fronteras, jugar a los locales buenos y los extranjeros malos, defender la pureza étnica y cultural, demonizar todo lo ajeno, declarar el fin de la secularidad.
Nadie pone en duda que estamos pasando por un período turbulento, repleto de riesgos y peligros a menudo imprevistos producidos por las complejidades de un mundo interdependiente y sin reglas. El gobierno se ha convertido en una ciencia inexacta, un ejemplo de ensayo y error, que tiene que arreglárselas en un mundo imperfecto e insondable. Los riesgos se multiplican rápidamente, cambian, cruzan las fronteras, y naturalmente esto preocupa a los gobiernos y a los ciudadanos, acostumbrados a la certeza y a la idea de un futuro seguro. Los peligros, especialmente de tipo natural y sanitario, están pasando a englobarlo todo. Pero la incertidumbre, la intensificación y la imprecisión –que reclaman la necesidad de actuar de otra manera– no deben interpretarse como catástrofes inevitables ni, sobre todo, como problemas que se pueden resolver con una política de aislamiento, miedo generalizado y militarización, una política de perjudicar a algunos por la seguridad de otros.
Europa debe encontrar la manera de hacer frente a los peligros, riesgos e incertidumbres abrazando la diversidad y la diferencia en lugar de rechazarlas, reinventando nuevas solidaridades en lugar de aspirar a un futuro no contaminado, cultivando un ethos de esperanza, espacio compartido y propósito común en lugar de odio y división, aceptando que desenvolverse en un mundo incierto exige el ingenio, la imaginación y el esfuerzo de todos los implicados en lugar de los designios e imposiciones de los llamados expertos, adivinos y líderes fuertes, dándose cuenta de que la gestión de la complejidad y la interdependencia –en lo que se ha convertido el mundo– exige una postura de experimentalismo pragmático, aprendizaje continuo y negociación, en lugar de una postura de certeza heroica y proyección inflexible.
Este viaje difícil pero necesario hacia un replanteamiento de la manera de vivir en un mundo plural e incierto empieza por abandonar la cultura de gestión de las emergencias mediante una vigilancia y un control obsesivos. En su lugar, conviene dejar claro por qué la democracia, la integración, el otorgamiento de poderes, la imparcialidad y la justicia para la mayoría y no sólo para unos pocos –en Europa y en el mundo en general– es una condición previa para hacer frente a la incertidumbre y el cambio.
Son necesarios nuevos trabajos para demostrar con convicción y evidencia que la igualdad de género, clase, racial y sexual es algo bueno, que el acceso para todos a los recursos del bienestar en una sociedad ofrece nuevas posibilidades y reduce la envidia y el resentimiento, que la democracia plena que incluye derechos universales, representación, participación popular y escrutinio público fomenta la responsabilidad y controla los abusos de poder, que invertir en las infraestructuras colectivas compartidas por todos y en la futura sostenibilidad reduce el temor y la ansiedad además de consolidar la esperanza y un sentimiento de patrimonio común, que la generalización de las oportunidades económicas, la igualdad y la seguridad pueden disminuir los conflictos y la animosidad. Esto no puede quedarse en simples frases vacías, debe formar parte de una nueva y ferviente política de integración social y justicia que no sólo se susurre en voz baja, sino que pueda demostrar que las mayorías y minorías, los ciudadanos y residentes y sobre todo la sociedad en general saldrán ganando.
Dicho esto, no basta con volver a la experiencia del estado del bienestar. Los tiempos han cambiado, y los esfuerzos del pasado no estuvieron exentos de problemas. Por ejemplo, con demasiada frecuencia los estados y las élites desplegaron programas gigantescos en nombre de la igualdad que se quedaron muy cortos, mientras que las mayorías seguían discriminando a las minorías, los extranjeros y las personas vulnerables en general bajo una apariencia de universalidad y colectivismo.
Hacia una nueva política de esperanza
El reto de tender puentes entre lo similar y lo diferente, lo particular y lo común, lo familiar y lo extraño sigue sin resolverse, al igual que la necesidad de demostrar cómo esta superación es el camino hacia la paz, el progreso y la comprensión en un mundo convulso. Son cuestiones difíciles que deben tratarse mediante el debate colectivo sobre las preocupaciones, mediante la responsabilización pública y la convicción en las propuestas planteadas. De lo contrario, las propuestas, por muy sofisticadas o persuasivas que sean, serán rechazadas por considerarse imposiciones.
Con todo, se puede empezar indicando el tipo de ethos que tenemos en mente. Tiene tres componentes. Primero, es un ethos de esperanza y no de odio, de confianza y no de sospecha, de diálogo y no de condena, de diplomacia y no de ataque, de coraje y no de cobardía. Segundo, es un ethos que consiste en encontrar luz en la oscuridad, a través de muchos ojos y linternas sostenidas por muchas manos, unidas por preocupaciones comunes y por la confianza en las ventajas de la unidad, pero también siendo conscientes de que el camino, si bien es transitable, no puede estar siempre totalmente iluminado y está lleno de hoyos y peligros. Tercero, se trata de un ethos de optimismo estudiado, aprendizaje pragmático, ensayo y error, pero claro en cuanto a los principios de la sociedad abierta que no se puede quebrantar. Esto incluye hacer presión para que se acabe por completo con la mentalidad catastrófica y su infraestructura.
Uno de los imperativos es desarrollar un nuevo lenguaje y sentimientos fuertes hacia el patrimonio común, un consenso público según el cual sacrificar este patrimonio implica sacrificar el futuro así como cualquier posibilidad de reconciliar las diferencias.
Los problemas de raza, etnicidad y cultura que han pasado a protagonizar la actualidad en la política de la gestión de catástrofes deben volver a ponerse en su sitio dando paso a un marco más amplio de referencias colectivas y ambiciones compartidas, sobreentendiéndose que se requiere el esfuerzo de todos los miembros de una sociedad. Por lo tanto, los intereses comunes se convierten en el medio a través del cual aprovechar la diferencia y la pluralidad en aras del beneficio común, de plantear nuevas cuestiones para que las sociedades europeas se movilicen, sin la obligación de demonizar o victimizar al otro.
Debemos reforzar los intereses comunes de distintas formas. Esto significa, por ejemplo, hacer presión para sacar a relucir emociones y prácticas colectivas singulares, como la hospitalidad, la simpatía, la justicia y la reciprocidad como los rasgos principales de una sociedad abierta, debatidos en el escenario público, utilizados como rasero por las personas y las instituciones. También significa fomentar algo en lo que
Europa ha destacado históricamente, que es la tradición de cultivar el espacio público y las infraestructuras públicas abiertas y compartidas por todos. No se pueden subestimar los logros de las bibliotecas públicas, las plazas y los parques, el transporte colectivo, etc., especialmente cuando estos espacios son utilizados y apreciados por todos. Son la base de la ciudadanía y el respeto por los recursos compartidos.
También significa abogar por una esfera pública efervescente, un debate público activo, públicos diversos, una variedad de modos de comunicación colectiva, un instinto por llevar los asuntos de interés social a la escena pública. Así pues, en lugar de enterrar las preocupaciones latentes o de introducir nuevas políticas de forma sigilosa, los retos, amenazas y riesgos deben identificarse, debatirse y estar sujetos al escrutinio democrático. Por último, significa buscar la unidad en la diferencia a través de una política de preocupaciones compartidas, problemas comunes que se hacen visibles (p. ej. vivienda y bienestar, seguridad, servicios urbanos, calidad del medio ambiente, sostenibilidad futura, etcétera), de manera que las preocupaciones a las que todos nos enfrentamos puedan convertirse en la base para la comprensión y la solidaridad colectivas.
Debe instaurarse una nueva máquina de resonancia de esperanza y fraternidad, pero no debe ser mecánica en sus objetivos y modalidades de avance. Los líderes europeos se han mostrado demasiados seguros sobre lo correcto y lo incorrecto, sobre quién cuenta y quién no, sobre las necesidades de sus propias naciones y de las distintas partes del mundo. Quizás ha llegado el momento de que una nueva política de modestia e investigación vaya introduciéndose de forma gradual y progresiva en las autopistas y caminos culturales de la sociedad europea, trabajando continuamente con una cultura de la experimentación y el aprendizaje. Este enfoque podría abrir el camino hacia una realización satisfactoria del mundo en su conjunto, ocupándose no sólo de los seres humanos, sino también de otros seres y espacios de vida, incluido el propio planeta, y preparándose para un mundo que puede y debe responder.
Esta carta abierta es una invitación a imaginar y luchar por otra Europa, una Europa que reconozca abiertamente la ansiedad ante un futuro incierto, pero también que esté abierta a todo lo que queda por aprender, a los conocimientos que deben movilizarse, que confíe en que los problemas se pueden resolver mediante una política de responsabilidad compartida y cooperación, en lugar de inclinarse por una política del temor, la exclusión y el castigo.
Michel Agier, Ash Amin, Albena Azmanova, Les Back, Etienne Balibar, Laura Balbo, Antonio Bañón, Tom Burns, Iain Chambers, Teun van Dijk, Mohamed El-Madkouri, Ramon Flecha, Paolo Flores d’Arcais, Lauri Hannikainen, Mustafa Hussain, Seigfried Jäger, Remzi Lani, Evelin Lindner, Nefise Özkal Lorentzen, Martin Lyngbo, Geneviève Makaping, Gema Martín Muñoz, Víctor Molina, Simon Njami, Bhikhu Parekh, Juan de Dios Ramírez-Heredia, Josep Ramoneda, Stefano Rodotà, Ziauddin Sardar, Bashkim Shehu, Renate Siebert, Tove Skutnabb-Kangas, John Solomos, Joan Subirats, Pep Subirós, Pierre Tevanian, Tzvetan Todorov, Nicolae Valeriu, Françoise Vergès, Ruth Wodak, John Wrench, Ricard Zapata
se plaude la iniciativa.
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